No hace mucho hablaba de un regalo que encontré y que aún no he abierto. El regalo sigue ahí, con el envoltorio transparente que me deja verlo desearlo, si bien no me deja hacer uso de su contenido y que su contenido no sepa de mi existencia, pues lo que sucede es que el último regalo que abrí fue tan delicioso como pernicioso, además que debido a ciertas características mías me producía algún que otro efecto nocivo del que aún estoy recuperándome.
Hace tiempo me dije que, si bien no podía evitar volver a encontrar otro regalo similar o incluso mejor, no me apetecía volver a sufrir tanto como lo hice. Claro está, el contenido del regalo que os hablo cumple todos los requisitos necesarios para hacer que me olvide de todo.
Hoy, para colmo, el regalo ha tomado un cariz nuevo que lo hace más apetecible, si cabe, que antes. La verdad es que este cariz, su olor, siempre estuvo ahí, desde el primer momento. Soy especialmente olfativo, para lo bueno y para lo malo, y cuando establezco un contacto el olor me hace marcar un comportamiento concreto hacia su productor, por supuesto añadido a otros factores. El olor del regalo que aún no se si será mío, o yo suyo, o, lo mejor, ambas cosas, me resultaba familiar desde que me aproximé a su contenido, algo que si bien yo no había querido reparar en el por diferentes motivos, hace tiempo que estaba ahí. Ese olor conocido, pero al que o lograba dar nombre, me inundaba y me inunda, me obsesionaba y me obsesiona, me enamoraba y me enamora. Ese olor esta noche, cuando iba en mi coche, despacio y respirando el aire de la calle, lo he identificado: ¡Su aroma es el de una noche de verano!, como comprenderéis el corazón ha empezado a palpitar más allá de lo apetecible y, a la vez, de la manera más deliciosa del mundo…
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