jueves, 28 de abril de 2011

De cuando dejábamos de ser guerreros para ser políticos.

Hace mucho, pero que mucho tiempo, hombres como nosotros (y me refiero a seres con miembro viril más o menos prominente) cazaban, luchaban y morían por el bien de la tribu pero, fundamentalmente, por el suyo propio.

Ese hombre era capaz de matar y perdonar, de violar y amar, de luchar y acariciar. Pero ese hombre guerrero o cazador, o ambas cosas, vivía de su facultad natural. Cuando se agotaba dicha facultad solía morir desdentado en la soledad de una roca desde donde veía, cuando podía seguir, lo que fue su tribu. La tribu no había desarrollado la piedad ni la pena para alimentar a alguien que sólo era una carga.

Ese hombre se inventó un papel: el consejero. Primero fue el guerrero a punto de dejar la lucha que enseñaba a los jóvenes, después el abuelo que aconsejaba a los nietos y, casi al final, el político que aconsejaba a la tribu. Esa fue su bendición y nuestra perdición.

Otros de la tribu, en su mayoría poco aptos para la lucha, la caza y, sobre todo, para el esfuerzo, vieron que el político llenaba su buche y su bolsillo con poco esfuerzo físico y sólo con el uso de la experiencia y pensaron que ellos tenían buche que llenar, bolsillo más grande que el buche y que la experiencia la adquirirían contratando consejeros que la tuvieran, apareció el político tal como lo conocemos hoy en día.

Desde entonces tenemos gente que aconseja y, lo que es peor aun, dicta el que, el como y el cuando, pues, soportado en la figura que creó el anciano desdentado, hace uso de un estamento para beneficio de su ego y, sobretodo, de su bolsillo, además de promover que dichos ancianos desdentados con experiencia para aconsejar sean recluidos o se les reubique como votantes ciegos que apoyen su versión en el circo llamado democracia y que sólo es el usillo recaudatorio de los que suplantaron a los desdentados y de sus compinches los adalides de los “mercados”.

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