...el café con leche por el latte de starbucks. El SEAT 127 por el todoterreno coreano. Los hombres se cuidan como mujeres y las mujeres conducen como hombres.
Los hombres, en vez de volvernos más sensibles, nos da por echarnos cremas para seguir siendo tan insensibles como siempre.
Las mujeres fuman más que nosotros y conducen peor si cabe.
Nos imitamos en lo peor, en el miedo a la arruga y al ser segundos en una carrera sin premios. Nos da miedo envejecer junto a alguien o, al menos, permitir la posibilidad de ello. Asimilamos los vicios dañinos y los perjuicios que se han convertido en costumbres en vez de los vicios que nos hacen querer a los otros…
¿Por qué no nos imitamos en la dulzura, en la sensibilidad o en la perseverancia?¿Por qué no aprendemos a mirarnos a los ojos en vez de por encima del hombro? ¿Por qué no hablamos con la persona que compartimos cama o mesa de desayuno en vez de gritarnos en los atascos del martes por la mañana?
Creo que no lo hacemos porque tenemos miedo a descubrir que estamos enamorados o que podemos estarlo en el más amplio sentido de la palabra, pues el que está en frente, seguramente, está más cerca de ser nuestro amante que nuestro enemigo y sucede que el odio y la crueldad creemos controlarlo y sabemos que el amor nos controla a nosotros y nos hace perder deliciosamente nuestro control sobre lo que nos rodea.

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domingo, 8 de junio de 2008
jueves, 5 de junio de 2008
Starbucks. Martes.
El esperaba en la puerta. Es casi un clon mío pero más feo, algo heavy, pero con pelo corto. Se ha puesto unos vaqueros, la camiseta que cree que le puede gustar a ella. Ha llegado antes de tiempo, aunque siempre farda de llegar tarde a todos lados.
Ella llegó tarde a conciencia, le costó, ella siempre es puntual, pero debía hacerlo esperar, o más bien esperaba que él llegara tarde por su acostumbrada impuntualidad. Se ha puesto su mejor y más informal traje.
Ambos se sientan en sillones paralelos, el mejor y peor cartel de sus intenciones. Hablan de cosas insignificantes, se refieren a conocidos, ella habla de lo guapa que es una amiga suya, él le da la razón ¡Joder!
Ella le dice que tiene la espalda hecha una mierda. El se ofrece a darle un masaje. Ella, con una risa medio histérica, y contenida a la vez, acepta. El le da el masaje, guardando la distancia, pero oliendo su pelo rojo, artificial y encantador para el, desde medio metro.
El le pregunta si no se queda dormida con el efecto relajante. Ella reconoce el efecto del masaje, si bien no dice cual. Ambos intentan esquivar algo que debería ser inevitable, pero que a la gente como ellos, la mayoría, lo inevitable suele ser totalmente evitado.
El mejor momento viene cuando ambos se callan y dejan de decir tonterías. No se miran pero se observan hasta la saciedad. Alguien nos debería avisar de cuando debemos de dejar de hablar y observar, si bien nadie necesita que le digan cuando quiere besar, pero a todos nos gustaría saber cuando podemos, al menos esa primera vez.
Los dos quieren besarse, pero necesitan una autorización de nadie. El miedo, a no se que, los para. Miedo a hacer el ridículo, pero ¿ridículo de que? ¿de desear alguien? ¿de desear? ¿de algo más o de un deseo simplemente a follar?¿de que la gente sepa que se desean, que follan?¿de saberse vulnerables porque cuando se desea o se quiere no se está a la defensiva?¿de hacerse vulnerables frente al otro?¿de fracasar?
Ese miedo es una mierda. Hace que la gente no sea feliz.
El miedo se ha convertido en el componente que la selección natural ejerce sobre el ser humano, puesto que los medios físicos no han sido efectivos.
El miedo hace que no demos pasos en la vida. El miedo hace que no hagamos lo que deseamos, o peor, que ni lo intentemos.
El miedo es el hijo legítimo de la precaución, porque si fuera ilegítimo lo ignoraría y se convertiría en esa sensación tan agradable que hace que las pulsaciones nos lleguen a la garganta y nos hagan casi vomitar.
Hemos sustituido, la mayoría, esa sensación de desear, de amar, de follar… de vivir, por miedos más cotidianos, más superfluos, que son como la masturbación en comparación a un buen polvo, nos quitan la tensión repentina ante ese deseo, pero dura poco y, por supuesto, no tiene ni la milésima parte de diversión.
Unos nos dedicamos a saltar de puentes – con cuerdas, por supuesto – o subir montañas o correr con la moto. Otros a afiliarse a equipos de fútbol en cuyos recintos se permite a las mujeres que insulten o llorar a los hombres sin que vaya en detrimento de su rol.
Tenemos más miedo a amar y, sobretodo, a nos ser correspondido que al suicido o a cualquier tipo de muerte, sobre todo si es físicamente indolora.
El aquí firmante está hasta los cojones y, por ello, pido a quien lea esto que bese cuando lo desee y que folle cuando lo dejen y que sólo use la masturbación cuando lo primero no lo lleve a lo segundo.
Por eso, desea, besa, folla, o sea, vive.
Ella llegó tarde a conciencia, le costó, ella siempre es puntual, pero debía hacerlo esperar, o más bien esperaba que él llegara tarde por su acostumbrada impuntualidad. Se ha puesto su mejor y más informal traje.
Ambos se sientan en sillones paralelos, el mejor y peor cartel de sus intenciones. Hablan de cosas insignificantes, se refieren a conocidos, ella habla de lo guapa que es una amiga suya, él le da la razón ¡Joder!
Ella le dice que tiene la espalda hecha una mierda. El se ofrece a darle un masaje. Ella, con una risa medio histérica, y contenida a la vez, acepta. El le da el masaje, guardando la distancia, pero oliendo su pelo rojo, artificial y encantador para el, desde medio metro.
El le pregunta si no se queda dormida con el efecto relajante. Ella reconoce el efecto del masaje, si bien no dice cual. Ambos intentan esquivar algo que debería ser inevitable, pero que a la gente como ellos, la mayoría, lo inevitable suele ser totalmente evitado.
El mejor momento viene cuando ambos se callan y dejan de decir tonterías. No se miran pero se observan hasta la saciedad. Alguien nos debería avisar de cuando debemos de dejar de hablar y observar, si bien nadie necesita que le digan cuando quiere besar, pero a todos nos gustaría saber cuando podemos, al menos esa primera vez.
Los dos quieren besarse, pero necesitan una autorización de nadie. El miedo, a no se que, los para. Miedo a hacer el ridículo, pero ¿ridículo de que? ¿de desear alguien? ¿de desear? ¿de algo más o de un deseo simplemente a follar?¿de que la gente sepa que se desean, que follan?¿de saberse vulnerables porque cuando se desea o se quiere no se está a la defensiva?¿de hacerse vulnerables frente al otro?¿de fracasar?
Ese miedo es una mierda. Hace que la gente no sea feliz.
El miedo se ha convertido en el componente que la selección natural ejerce sobre el ser humano, puesto que los medios físicos no han sido efectivos.
El miedo hace que no demos pasos en la vida. El miedo hace que no hagamos lo que deseamos, o peor, que ni lo intentemos.
El miedo es el hijo legítimo de la precaución, porque si fuera ilegítimo lo ignoraría y se convertiría en esa sensación tan agradable que hace que las pulsaciones nos lleguen a la garganta y nos hagan casi vomitar.
Hemos sustituido, la mayoría, esa sensación de desear, de amar, de follar… de vivir, por miedos más cotidianos, más superfluos, que son como la masturbación en comparación a un buen polvo, nos quitan la tensión repentina ante ese deseo, pero dura poco y, por supuesto, no tiene ni la milésima parte de diversión.
Unos nos dedicamos a saltar de puentes – con cuerdas, por supuesto – o subir montañas o correr con la moto. Otros a afiliarse a equipos de fútbol en cuyos recintos se permite a las mujeres que insulten o llorar a los hombres sin que vaya en detrimento de su rol.
Tenemos más miedo a amar y, sobretodo, a nos ser correspondido que al suicido o a cualquier tipo de muerte, sobre todo si es físicamente indolora.
El aquí firmante está hasta los cojones y, por ello, pido a quien lea esto que bese cuando lo desee y que folle cuando lo dejen y que sólo use la masturbación cuando lo primero no lo lleve a lo segundo.
Por eso, desea, besa, folla, o sea, vive.
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