miércoles, 12 de marzo de 2014

Órdago a Fellini. Universo Flaiano.



Ver  "La grande belleza" (Paolo Sorrentino, 2013) - Título en italiano porque hay que verla en V.O., en este caso es más importante si cabe - es un ejercicio doble. El primero ver una película sin dejarse influir por lo que te han contado y por lo que intuyes - he ido a verla lo más limpio posible de influencias -. El segundo, pues el primero lo veo casi imposible, disfrutar de una película que, como su nombre indica, destila una belleza increíble, al margen de una magistral lección de cine.

La gran belleza es una digna y actualizada visión de un imaginario Felliniano que, a pesar de haber sido intentado en numerosas ocasiones, rara vez ha sido alcanzado. Pero Sorrentino ha sabido acercarse a ese imaginario con un acierto del que he disfrutado casi como lo he hecho y hago con el propio Fellini en cada revisión.

Pero si algo destaca en la película italiana es la danza argumental que se desarrolla en un universo digno y más que heredado del grandísimo Ennio Flaiano. Flaiano tendrá su nombre siempre unido al gran Federico y al cine italiano como Don Rafael Azcona lo tiene indisolublemente vinculado al cine español, y, como este, tenía una maravillosa capacidad de crear entelequias exquisitas.

Los personajes de La grande belleza son hijos, si no directos al menos adoptivos, de la pluma de Flaiano. Las relaciones y vivencias de los (i)reales personajes son propias  del maravilloso escritor. Por sus vidas destilan los problemas y los sinsabores de unas vidas tan decrépitas como el mundo que retratan, el nuestro, aunque disimulado en una esfera social aparentemente inalcanzable para la mayoría. Las historias de los personajes destilan acidez, angustia y vida. Unos personajes - con la ayuda de unos actores brillantes -  que podrían dialogar con Marcelo, "Paparazzo" o Sylvia.

"La grande belleza" es un regalo para los sentidos, aunque, si tienes algo que conmover dentro de ti, te deja un sabor amargo como un buen vermú o como el que te deja en el paladar algo tremendamente dulce tras un rato de haberlo saboreado.

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