miércoles, 14 de enero de 2009

Estoy, para variar, escribiendo en una cafetería. (Más devaneos II)

A mi lado, en la mesa contigua, junto a una ventana, un hombre. El hombre supera los cuarenta, aunque fuma como si no quisiera llegar a los cincuenta y a lo mejor todavía estuviera en los treinta. Mira hacia la calle por la ventana como si fuera lo único que ha hecho en su vida y como si fuera lo único que sabe y le queda por hacer. Su mirada lo cuenta todo y no cuenta nada.
El hombre mira con deseo, o quien sabe si con envidia, el cuerpo de una chica que pasa ante él. La mira más allá de todo y por todo. La mira como si en su belleza y en su dulce y aparente fragilidad estuviera la respuesta a todas esas cosas que lo hacen mirar sin futuro y sólo con pasado.

A veces me planteo si, con eso de vivir tantos años, no nos hemos olvidado de aumentar también los sueños y los motivos por los que merece la pena ser longevos. No digo que haya que ser como un replicante con duración estipulada y programada, en nuestro caso, por una vida denostable, digo que, a lo mejor, no estamos preparados para vivir más allá de nuestros sueños y de unas vidas programadas de antemano para que sean monótonamente fructíferas y de cuarenta y pocos.

Yo, con todos mis respetos para el inventor del dominó y de los bailes de salón, reclamo que se eduque, a esas generaciones que van a vivir tanto, en los sueños, en vivir y en imaginar. Es necesario que tengamos sueños y planes que ocupen nuestra vida, fuera y después de una vida de trabajo y esclavitud programada y disfrazada de felicidad consumista.

Seguiré soñando.

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